Saturday, July 29, 2006

Spiniak revisited.



¡Tú, niño querido, ven, ven conmigo!

Juegos hermosos jugaré contigo.

(…)

¿Quieres venir, fino muchacho?

Mis hijas te atenderán bien.

(…)

Te amo, tu bella figura me entusiasma;

Y si no consientes, usaré la fuerza.

Erlkönig (Goethe)

Hace casi tres años ya -sí, tres años; sí también, Ud. se está poniendo viejo- que la inquietud sexual de un empresario desató una reacción de oprobio compartida por todos y cada uno de los disímiles sectores de la sociedad chilena. El rechazo y la condena eran, y permanecen aún, unánimes. Quién no mostrara su más profunda indignación ante lo ocurrido corría el riesgo seguro del ostracismo social. El que antes se deleitaba observando la ternura de la inocencia infantil, ahora debía dirigir su mirada hacia otro lado: …no vaya a ser que piensen que yo…; el abuelo sentado en la plaza no era ya un ícono de la consumación de los años dorados, sino más bien, un pedófilo en potencia; prácticas ancestrales como sentar al niño/a en el regazo desaparecieron ante la mirada afectada de tías siempre suspicaces; ya no se bromeaba con tanta soltura sobre las escolares y sus faldas; a los jardines infantiles se les miraba con la misma intriga con que se mira a los night clubs y a cualquier cyber navegante incauto se le hubiera podido encontrar evidencia suficiente para arruinarle cualquier pretensión política. En fin, el escándalo fue grande y dio pie para sermones moralistas que hacían de Chile una nueva Sodoma, o Gomorra, que la decadencia moral, que la sociedad moderna, que el TV cable, que los gobiernos socialistas…

Aún así, el Mercurio, en algo que iba a ser luego considerado como un desliz editorial, se atrevió a definir la pedofilia como “una preferencia sexual desvalorada socialmente”, no como una enfermedad, no como una aberración, sino que sencillamente como una preferencia sexual, una distinta a la mayoritaria, cuyo disvalor se lo atribuiría la sociedad y, en ningún, caso algún orden trascendente de cosas (como Ud. se imagina, un orden de cosas que no agrada en absoluto al Desorden de)

El desorden podrá ser barato pero jamás gratuito. Lo que nos incentivó a perder el tiempo de esta manera tan impolíticamente correcta es la decisión de la Corte Suprema holandesa de no cancelar el nuevo partido político que se identifica, principalmente, con la causa que hizo famoso al caballero que posa despreocupado en la foto de arriba. El propósito de esta agrupación, que cuenta, hasta la fecha, con tres inscritos (uno de ellos con cargos por acosar a un menor de 11), sería el de reducir el límite de edad para la interacción sexual consentida (o sea, no penalizada) desde los 16 a los 12 añitos. Una monada.

Tuesday, July 25, 2006

Una despedida para mis amigos que llaman a la radio!

Los escuchamos con hipocresía, mientras pretendemos estar pendiente de otra cosa. Llaman a las cosas por su nombre. Son partidarios de no filtrar las urgentes convicciones que guían su comportamiento y valientes defensores de la "verdad". Hablan desde la honestidad de su hogar o de su trabajo. Los que llaman a la radio son los mismos que hacen caso al consejo de los productos en promoción y que, luego de no obtener premio alguno "siguen participando". Son los mismos que llenan los estadios en tiempos de gol y las calles en tiempos de manifestaciones. A ellos apela el grueso de la publicidad y la mayoría de los discursos políticos.
Empatizamos, si bien casi nunca con sus comentarios -decisivos, serios, dogmáticos- con sus biografías, que se dejan traslucir paupérrimas debajo de sus declaraciones de principios, condenas, preferencias y saludos. Los imaginamos llamando con insistencia una y ota vez, inconmovibles ante los tonos de ocupado del teléfono, las voces grabadas que exhortan a esperar, y la negligencia indolente de los operarios incapaces de contener las ansias de comunicarse con el locutor de turno. Los que salen al aire se saben privilegiados y su sentido de la justicia los obliga a mandar saludos a todos aquellos de su entorno que no tuvieron la misma suerte, a todos esos entusiastas que no llegaron.
Los locutores, sin embargo, se han vuelto insensibles a la realidad de sus voluntarios. Mantienen una actitud que sólo en apariencia se basa en la igualdad de trato pero que en verdad es sólo una señal de indolencia. Automatizados, les preguntan por su opinión sin entenderla reteniendo sólo palabras claves como si éstas fueran moldes en los cuales pudieran introducir la voluntad comunicativa de sus auditores cual plasticina. La rutina, el tedio y la reiteración ciega de emisiones de voz idénticas tal vez sirvan -aunque desde luego no son suficiente- para explicar la conducta desaprensiva de los animadores radiales. Sin embargo, el Desorden jamás aprenderá a perdonar la inhumana manera que tienen los locutores para despedirse del radioescucha opinante. Se lo deja hablando solo, obligado a tragarse sus palabras, que le rebotan en la cara, de un momento para otro, despertándolo de su sueño comunicacional ilustrado. "Gracias Miguel por tu opinión" al tiempo que se pasa a atender al siguiente llamado acaso no sea una solución suficiente para la inquietud existencial que, en el envase de una propuesta legislativa o de una solicitud cancionera, hace el que llama a la radio, más bien, el afortunado que logra "salir al aire".

Argentina ha muerto

Al desorden le duele confesar que es humano pero insiste en que tal condición se había insinuado en posts anteriores (sólo los hombres y las mujeres pueden prometer). Al desorden no le gusta poner todos los huevos en el mismo canasto, pero debe aceptarlo de una vez por todas. Hemos estado triste. Argentina- razón tenía Federico el premonitor- ha muerto. De que el desorden no vaya al estadio provisto de cortaplumas y bandanas con disposición corporal de absorber el sudor de personas poco higiénicas y ánimo de insultar a ese solitario y ennegrecido sujeto decisor, no se sigue que el desorden sea lo suficientemente autista como para prescindir del mundial de fútbol. Y aunque no reaccionemos con la delirante vehemencia de Felipe Bianchi -esperen post aparte al respecto- algunos resultados logran conmover a esta sensibilidad.
Sólo un ciego –incómoda metáfora que el desorden no termina de aceptar- podría ignorar el hecho de que cuando juega Argentina lo hace también Borges. Están en la cancha además Tristán- el humorista que pasea por Corrientes después de su función saludando a los diareros-, Adolfo Bioy Casares -que comenta los pormenores del partido algo distraído con la atención en algún cuerpo de mujer-, Silvina Ocampo -más fervorosa que su marido Adolfo y cada vez menos celosa. Juega Maradona, moderna versión de Dionisio, el éxtasis de la carne, el cuero que toca al cuero. Están los taxistas mitómanos con más propensión a convencer al turista de cuestiones que no han hecho pero con que sueñan, que a robarles dinero o alterar el taxímetro. Están todos los especialistas en temas que no habían tenido la suerte de conocer hasta el mismo momento en que la vida los ha obligado –sólo los argentinos son sensibles a ese constreñimiento- a improvisar una teoría explicativa y muchas veces auguradora. Están también los maestros carniceros que miran con declarado aire de superioridad a los cirujanos. Las mujeres que son todas pura extroversión, tanto en lo físico como en lo psicológico, como diría estupendamente cualquier futbolista argentino con chapita. Es innegable -y por supuesto indemostrable- que cuando juegan los once elegidos –casi siempre malamente- está jugando Argentina.
También es obvio que no puede decirse lo mismo de la mayoría de las demás selecciones. Por ejemplo, a quién se le podría ocurrir que los hábiles brazos de Lehman actúan orientados por la pena de Holderlin, por la violencia de Federico Nietzche o por la ambigüedad de Goethe. A lo más podrá reconocerse en el equipo alemán al Heidegger que juró que sólo podía pensarse en alemán y que nunca pudo dejar de rezar el padre nuestro. Inglaterra sólo alcanza a mostrar lo más desclasado de su pueblo. Es un fútbol sin el humor inglés, sin la fantasía analítica de De Quincey, sin las libertades de Wilde. Más se parece al país que es hoy, a ese aliado doliente de EEUU que acata sus decisiones y se pregunta todos los días por qué ellos han de seguir las flechas norteamericanas y no al revés. Es el Luto del desorden, es la pena, es la convicción de que ha llegado el fin de la historia del fútbol –ahora sí que sí señor Fukuyama-, por lo menos por cuatro años. Es la página que se cierra y la promesa de muchas que han de abrirse, aquí mismo, en el desorden.

La diez

El número de mandamientos. El ciento por ciento. Máxima calificación posible en el sistema norteamericano. Predicado de la mujer de medidas perfectas, cuando llevado al fútbol, el numerito es más poderoso que en todas sus otras significaciones. Es el signo visual estandarizado para designar al genio de turno, el sello de excelencia estampado dolorosamente en las espaldas de los bovinos del fútbol. En los tiempos posmodernos que corren, disueltas ya las ilusiones del progreso indefinido, el diez es el aleph de toda la problemática existencial del jugador doliente.
El hombre contemporáneo, a su pesar, resignado, ha tenido que dejar a sus espaldas el conjunto de pretensiones y expectativas que habían hecho ilusionar y entristecer a sus mayores. Se ha construido a sí mismo como huérfano y ha tenido que incluir a las palabras heredadas en el vasto repertorio de los estímulos y desincentivos que constituyen la oferta de la vida actual. Descree de la universalidad, pero todavía más de la especialización. Desconfía de la farándula tanto como de los representantes políticos por lo que –cuando lo hace- vota. Es escéptico ante el Todopoderoso, pero no cree tampoco en la posibilidad de reemplazarlo él mismo y llegar, en esta misma tierra, al paraíso de las sensaciones y los conceptos. El hombre moderno se mira a sí mismo con una leve simpatía, pero jamás como una madre orgullosa mira a su hijo. Es capaz de compadecerse, y al mismo tiempo, dudar de su propia nobleza.
El jugador, que reproduce en el campo todos los caracteres del hombre posmoderno, ha elegido su carrera algo inconscientemente e intuye que podría estar haciendo otra cosa. Hasta en el fútbol, van perdiendo fuerza ilustrativa los mitos fundacionales y las leyendas hogareñas. El ideal de completitud y perfección que caracterizó al jugador de hace algunas décadas le es ajeno al futbolista de hoy.
Valdano, había temido en voz alta, que los diagramas terminaran domesticando al jugador. A sus miedos de que se diluyera en el pizrrón el espíritu del futbolista subyacía el paradigma de la modernidad, la confianza irrestricta en los designios de la técnica. Injustificada inquietud de la que hoy, en vista de la campaña Joga Bonito de Nike, podemos reírnos con suficiencia. Sin embargo, lo contrario resulta igualmente disparatado: el heroísmo, y no los héroes, han muerto. Nadie lo sabe mejor que Zidane, Riquelme, y Ronaldinho, los tres mártires de esta copa del mundo. Las tres víctimas grandilocuentes de las contradicciones de la época. Los portadores del aleph de la posmodernidad.
La diez en la espalda es la cruz del jugador contemporáneo; es la pretensión inútil e insistente de todo aquello a que el hombre de hoy tuvo que renunciar. Es la exigencia de cumplir los sueños de sus padres y abuelos. Es la exhortación impersonal a eliminar a sus fantasmas, a tratar a sus fanáticos como niños, a imaginar al mundo más sencillo, y a la imaginación más pobre. Es un grito en la oreja en contra de su sofisticación moral que lo desconcentra del partido. Es la madre que le exige hacer las tareas. Es un grupo de adolescentes cantando al unísono: “al seco, al seco, al seco”. El posmoderno es resistente, y desconfía de sus hastíos y sus violencias, pero hay veces en que termina explotando, como la cabeza exhausta de Zidane, el emigrante cabizbajo y taciturno, en contra del pecho de Materazzi. Es la expresión en el rostro de Riquelme, cual si en el purgatorio, estuviese tragando su dolor, esperando valiente la redención por venir. Es la máscara de alegría carnavalesca de Ronaldinho, mientras se sabe inútil de cumplir las órdenes de su propia espalda.
Quien lleva la diez detrás suyo está inexorablemente condenado a un pasado que el mismo no es capaz de ver. Cuentan que todas las primaveras el pueblo andaluz anda pidiendo escaleras para subir al madero y arrancarle los clavos al Jesús, el Nazareno. Tenemos el capricho de creer que algún día, se movilizarán los fanáticos del fútbol pidiendo pintura para borrar de las espaldas de los mártires peloteros el estigma que no los deja jugar.

del número 7

El desorden sabe prescindir de las versiones oficiales. Para su deleite y nuestro pudor, la génesis de las religiones según el desorden.


Se llamaba Félix y hacía varias noches que no dormía. Pasaba los días apesadumbrado, entre el sopor y la angustia. El olor a incienso, mezclado con selectas especias importadas directamente de la India, los días de calor, las noches tibias y desde luego, el incidente. Había ocurrido un tiempo atrás. Noche fuera del hogar, velada de amigos. Embriagado de felicidad y distendido en exceso, había terminado solo en un callejón de mala muerte acorralado por tres sabuesos sin dueños ni escrúpulos. Desde ese momento ya no conoce la serenidad. Camina lento y pasa horas mirándose al espejo en busca de su verdadero yo. Nada lo tranquiliza. Se ve frágil y lleno de preguntas.
Violeta, la mujer de la casa, lo observa impasible. La naturaleza humana es egoísta y no es extraño que a veces mire a Félix con algo de secreta complacencia. Se siente menos sola que antes. Las noches de ritos, los clavos de olor, son siempre tanto menos excéntricos y más honrados cuando se comparten con un ser querido. La vida, esa que estima como un preludio de lo que no conoce y le asusta, esa que ha desmenuzado por partes en busca de significado, se hace, desde que Félix perdió su sexta vida por sexta vez en un callejón oscuro, mucho más soportable.
Félix, que siempre se había reído íntimamente con los esoterismos y los procedimientos sostenidos por su patrona, hoy, en la desesperación, idolatra a los mismos ídolos. A las 7 de la tarde, con Violeta, reposado en la alfombra, no deja de rezarle a Krisna y no son pocos los versos que recita de memoria antes de acostarse. Lo de Félix no es nada extraño; es simplemente alguien que después de perder seis vidas, vive atormentado con problemas existenciales. En eso se parece a su ama, que le mira serena y quien empieza a vislumbrar un destino menos macabro, acá en la tierra, con el humanizado Félix, el gato.