Thursday, August 10, 2006

A ella le gusta el desorden.

El desorden no lo ignora: el elogio exagerado es una forma de desdén. Sirvan esta líneas como una vindicación algo prematura de la idea del desorden:

Se ha dicho sobre nosotros:

“La mente del desorden, ínfima luciérnaga perdida en la noche, trata de alcanzar una visión exacta del cosmos”. El orgullo inconfesado del desorden. Nuestras disculpas protocolares.

“El desorden no tiene contemporáneos.” Ese éxtasis que también puede ser puesto en el papel y en la pantalla.

“Los que odian al desorden lo hacen porque no saben francés. Oír los sonidos de un idioma que no entendemos irrita bastante”. Esa brillante forma de desdén que sabemos trocar en alegría.

“El desorden es lo que sobrevive a los vanos y los fatuos que ha sido”. Sea ésta la única forma de elogio que desesperance eficazmente al desorden. Si con esa afirmación, quiere implicarse que tenemos una cara oculta que nos empeñamos en esconder, un carácter verdadero mil veces silenciado, una historia sencilla que nos gusta enrevezar, que somos morenos detrás de nuestros visos, pálidos antes de este verano, entonces se hace un daño irreparable -no todos los juegos se pueden recomenzar- al único desorden que existe. Reclamamos la pertinencia de aplicar al desorden los predicados formulados sobre las personas –no quiera discutirse, sin ingenio al menos, la unidad de la Santísima Trinidad- y somos enfáticos en resaltar que hemos sido siempre fieles a la apariencia del desorden. Lo único que puede aparecer frente a sus miradas. Lo único que puede aparecer. Lo único que puede. Lo único. Lo.